Hace tres temporadas tuve la oportunidad de entrenar un equipo de categoría infantil en la escuela Caja Segovia. Cuando acepte el reto, no lo sabía, pero los diez meses que estuve con el equipo, acabarían convirtiéndose en la mejor experiencia como entrenador, hasta el momento.
Hacía mucho tiempo que no entrenaba un equipo infantil durante toda una temporada, y por eso supuso un gran reto cuando acepté esa responsabilidad. Al principio, las sensaciones de cambiar tan bruscamente de categoría eran extrañas. Pasaba en cuestión de horas de entrenar con jugadores profesionales de categoría juvenil y sénior, a entrenar a jugadores de categoría infantil. Sin embargo, poco a poco me fui dando cuenta de lo gratificante que era entrenar a esos niños.
La habilidad de un entrenador de categorías base, se mide en función de su capacidad para comunicar conocimientos técnicos, tácticos, de preparación física y de comportamiento, con el fin de que los jugadores los hagan suyos y de esa forma puedan convertirse en jugadores con un sano espíritu competitivo.
Recuerdo perfectamente el primer día que me reuní con ellos en el vestuario. Recuerdo sus comentarios y reflexiones. Unos me miraban como un ser extraño y otros con admiración. Alguno preguntaba si íbamos a jugar o solo entrenar físico, y luego en pista, recuerdo como los nervios les traicionaban y no eran capaces de controlar un balón. Ya desde ese día me di cuenta del gran regalo que suponía poder entrenarles.
Para mí, la relación que se debe conseguir con los niños, no debe ser autoritaria. El entrenador puede ejercer el papel de responsable del grupo sin comportarse como un dictador sino como un líder. Es decir, se pueden establecer reglas y hacerlas respetar sin la amenaza del castigo. El secreto reside en crear una relación de confianza mutua, basada en el respeto, no en el miedo.
Así como no es eficaz la figura del entrenador déspota, tampoco la figura del entrenador “amigo” tiene gran futuro a mi entender, ya que se corre el peligro de ser avasallado por el grupo, que no llega a distinguir entre los momentos de bromas y los momentos serios.
Los jugadores deben recibir de nosotros, los entrenadores, enseñanzas. Debemos guiarles hacia la solución de un problema que no han sabido resolver por ellos mismos, mediante indicaciones útiles que les permitan alcanzar el fin deseado. En relación a una situación de juego, digamos que deberíamos indicarles lo que deberían o no deberían haber hecho.
Son pequeñas cosas las que hacen grandes a esos que empiezan a intentar dominar el balón. Y son esas pequeñas cosas las que les alejan de parecer solo niños que van detrás de esa cosa redonda que parece tener vida propia. Sin entrar en temas técnico o tácticos complejos, lo que mayor engancha a los enanos son las competiciones. Y me refiero a cualquier competición, no necesariamente el partido de fin de semana. En cada entrenamiento quieren competir contra sus compañeros. Desean ser el que más goles meta, el que llegue más rápido a la meta, o el que consiga más toque sin que el balón toque el suelo. En esos momentos van mostrando su personalidad que, es al fin y al cabo, con la que cuentas como entrenador. Los hay que intentan ganar siempre, aunque acaben por no quedar los primeros, y los hay que quieren hacerlo todo perfecto, aunque acaben los últimos, y los que por sus habilidades personales siempre acaban primeros.
¿Es preferible un entrenador medianamente preparado, que se maneje bien con los niños y que consiga transmitirles el cien por ciento de sus propios conocimientos, o un entrenador que esté al día en todo, cuyo primer objetivo sea demostrar su propio valor y que se angustie por el hecho de no ver traducidos en resultados apreciables sus esfuerzos semanales? ¿Tiene sentido bombardear de información biomecánica a un “pequeñín” que no sabe golpear bien el balón, o es preferible no conocer la biomecánica del gesto pero sí cómo intervenir de forma adecuada para conseguir el fin perseguido?
En mi opinión, es más importante el CÓMO que el QUÉ se enseña.
Por otra parte, ¿la palabra resultado se asocia al marcador final de un partido, o a una valoración sobre la evolución técnico-comportamental de nuestros jugadores? En el fútbol sala base, que se mueve obviamente de forma distinta al fútbol sala profesional, el error que un entrenador no debe cometer es el de perjudicar al niño como individuo durante el proceso de formación.
Cuando un niño acaba de perder un partido de fútbol y llega enfadado a casa, sus padres tratan de tranquilizarle diciéndole que lo importante es participar. Qué bien suena ¿verdad?, pero ¡qué difícil es de llevar a la práctica! No vale decirle al niño que no pasa nada por perder, que lo importante es participar, y que luego cuando el papá vea en la tele que su equipo de fútbol va perdiendo, no se canse de soltar improperios y descalificativos. El niño se siente engañado en ese momento.
Así, nos encontramos niños que si sospechan que van a perder, ya ni siquiera empiezan a jugar, u otros que abandonan a mitad de juego. Otros no admiten que la causa de su derrota sea una equivocación suya, una falta de esfuerzo o que el otro equipo sencillamente haya sido superior. Buscan alguna excusa que justifique esa situación, o culpan a alguien de lo que ha pasado, pillando un enfado un tanto desproporcionado. Es muy habitual oír a los niños eso de “me han suspendido” en vez de “he suspendido”.
En el otro extremo nos encontramos con niños que ganan y humillan a su adversario, o que van fanfarroneando por ahí por sus éxitos. Ni lo uno ni lo otro. Hay que enseñar a los niños que el éxito es el fruto de una gran preparación y mucho esfuerzo por dar lo mejor de uno mismo.
Este aprendizaje se hace desde muy pequeño, cuando el niño empieza a jugar con sus padres. En muchas ocasiones, éstos le dejan ganar, para que el niño no se frustre y se sienta bien. Esto no está mal, a veces hay que dejarle ganar, para que el niño no pierda el interés y trate de mejorar. Sin embargo, también hay que dejar que pierda, para que no se crea que él lo puede todo y luego se lleve un chasco con sus amigos, que seguro que no le van a dejar ganar fácilmente.
El hecho de que el niño se enfade cuando pierda, es una reacción normal. A nadie le gusta perder, y menos a un niño. Ellos lo viven como un fracaso, y como viven en el presente y el futuro les queda muy lejos, les cuesta darse cuenta de que perder un partido no significa perder la temporada completa. Hay que hacerles entender que siempre se puede volver a intentar, pero que hay que estar más preparado.
Es bueno enseñarles a mantener las formas. Se gane o se pierda hay que felicitar al adversario con frases como: “Felicidades, lo has hecho muy bien” o “Lo siento, ha sido un placer jugar contigo”.
Es más fácil criticar al otro que a uno mismo, sin embargo, tanto los padres como los hijos deben aprender a hacer autocrítica, para saber qué aspectos deben ser tenidos en cuenta para mejorar. Cuando el niño esté triste porque ha perdido, es bueno ayudarle a analizar el partido y hacerle preguntas sobre qué se podría haber evitado o qué se podría cambiar para la próxima vez, en función de su edad. Para poder hablar de la derrota, a veces hay que esperar a que el niño se calme un poco y lo pueda ver con un poco de distancia. En el momento de la frustración es difícil dialogar y analizar la situación.
Se les debe enseñar a jugar limpio y para eso es conveniente establecer reglas, que si son pequeños no deben ser muchas, que hay que respetar. Dichas reglas, además, no se pueden cambiar cuando a uno le interesa.
A ningún padre le gusta ver sufrir a su hijo, y a todos les gustaría que su hijo fuese el mejor, pero no puede ser. La vida no es siempre un camino de rosas y por tanto los niños tienen que aprender a tolerar la frustración y a sobreponerse. Además, deben saber entender la victoria, y que no se crean más de lo que son.
El entrenador no debe usar el equipo que entrena como medio para realizarse en primera persona, más bien debe ser el guía. Siempre debería estar en un discreto segundo plano, para que los niños se desarrollen comparándose consigo mismo y con los demás.
No me gustaría acabar esta reflexión, sin dar las gracias a Miriam A.- Víctor F.- Víctor M.- Sergio Sancris.- Miguel M.- Carlos.- Cesar M.- Samuel.- Sergio.- Eduardo.- Guillermo.- Javier S.- Borja.- y uno de los mejores entrenadores que he conocido en la base, gran persona y muy buen técnico, Ángel Zamora.
Y hacer extensiva las gracias a todos los padres por el buen hacer del equipo, por la gran educación deportiva y personal de los niños. Pues la verdad, este grupo humano fue todo un ejemplo cumpliendo a la perfección todo lo descrito anteriormente, convirtiéndose, como he dicho inicialmente, en mi mayor satisfacción deportiva.
Entrenar a niños es un trabajo duro en ocasiones, pero también es muy gratificante. Los niños son pequeños pero tienen el corazón de una persona mayor. Te terminan devolviendo todo aquello que les das.