La espera de la salida del avión que me llevará de regreso a casa (España) por Navidad es un buen momento para reflexionar. Desde la realidad distinta y cambiante que supone un aeropuerto, escribo estas palabras.
La cara feliz del aeropuerto la ponen las personas que viajan por placer, de vacaciones, para reencontrarse con familiares y amigos. Su cara, llena de alegría, refleja el entusiasmo por iniciar el viaje tan esperado. Para algunos este viaje supone un momento de liberación por estar de vacaciones, el reencuentro con el destino con el que soñaban desde hace mucho tiempo, repleto de tiempo de descanso y ocio. En definitiva, aparcar las responsabilidades y deberes para cambiar de aire. Todos ellos entran al aeropuerto con la cara iluminada y pensando: “por fin voy a volar”. Y uno se siente importante porque es parte de los que se van.
Pero el aeropuerto es también un lugar en el que se viven algunos de los momentos más tristes. A menudo se convierte en el escenario de largas despedidas. Las personas que se despiden lloran, a la vez que lo hace sus corazones, anhelando que el nuevo reencuentro no tarde en producirse. La tristeza del adiós, la separación física de una persona querida a la que sabemos que no veremos pronto y de la que no quisiéramos estar tan lejos, es la cruda realidad de todas estas personas. Y esta también será mi realidad en cuanto terminen mis vacaciones de Navidad. Yo me uniré a todas esas personas que vivimos separados de nuestros seres queridos y que irremediablemente no contamos con demasiado tiempo para abrazarlas. Esas personas que saben que hasta que pasen unos meses no podrán reencontrarse de nuevo con la familia.
Cuántas veces he visto gente llorando en los aeropuertos. Unos lloran de alegría y otros de tristeza. Común a todos son los largos abrazos tanto de reencuentro como de despedida. Para unos el corazón se repara y para otros se rompe en pedazos, y en todos los casos los ojos se convierten en la boca del corazón y las lágrimas en las sinceras palabras del alma.
No olvidaré el día en que partí desde Madrid, Barajas, para trasladarme a Hungría. Fue realmente entonces cuando me di cuenta del verdadero calado de mi decisión. Una decisión que me alejaba de mi país, mis familiares, mis amigos y mi vida en general durante un largo periodo de tiempo, para empezar, de esta forma, una nueva vida en otro país desconocido para mí. Aquel día lloré con mi hijo y mujer, como uno más, hasta no tener otro remedio que pasar por el control del aeropuerto. Jamás olvidaré ese momento lleno de sentimientos que hoy todavía me siguen emocionando.
El aeropuerto es uno de los pocos lugares públicos donde la gente expresa sus emociones y sentimientos sin reservas, sin vergüenza. Al entrar en el aeropuerto entramos en un mundo casi de otra dimensión. Un lugar configurado por personas que van y vienen y que en muchos casos no acaban de pertenecer a ningún lugar en concreto. Personas que pasan a ser más recuerdo que realidad, y a las que solo puede abrazarse en los pensamientos. Todos formamos alguna vez parte de ese mundo etéreo, de ese conjunto heterogéneo con sentimientos homogéneos. A menudo nos separa el idioma, recuerdos, seres queridos, pero nos une un mismo conjunto de sentimientos y emociones y en definitiva compartimos el idioma del corazón. Todos somos parte del maravilloso, y a veces aterrador, mundo de los viajeros.
Quienes nos disponemos a viajar tenemos un objetivo en mente: llegar a nuestro destino. Por eso, desde que compré el billete del vuelo no deseo otra cosa más que completar mi propósito de llegar a casa después de cinco meses. Sé muy bien que el objetivo del viaje es el de coger fuerzas y cargar pilas para volver con más ganas e ilusión al trabajo. Esa es mi meta, porque mi destino es y será siempre el del reencuentro con lo más querido por mí: mi familia.
Fija tus metas y trata de alcanzarlas. Sueña con ello y lo lograrás. Si lo haces, algún día es posible que la meta coincida con tu destino. Se constante y perseverante en lo que a ti te gusta. El esfuerzo valdrá la pena y la vida te premiará con un camino tan enriquecedor como el propio destino.