Ganar o perder son las dos principales realidades a las que se enfrenta cualquier deportista en la competición. Ganar supone un placer increíble. Supone una satisfacción que se disfruta durante la competición, cuando termina y tiempo después. Además supone un factor motivante fundamental a la hora de seguir entrenando. Tanto los jugadores como el cuerpo técnico continúan trabajando con entusiasmo y convencidos que el trabajo realizado está dando sus frutos y de que el esfuerzo se está viendo, por tanto, recompensado.
Sin embargo, ¿debería ser la victoria la única motivación para continuar realizando deporte? En mi opinión, la principal motivación que debería llevarnos a practicar deporte, bien fuese de forma profesional o amateur, tendría que ser nuestra propia superación diaria y el disfrute que eso supone. No es un camino fácil de recorrer, tanto a nivel psicológico, fuerza de voluntad, como físico. A menudo es difícil encontrar la motivación para la práctica deportiva, sobre todo en ausencia de competición. A su vez, también encontramos diferentes grados de progresión que pueden motivar o desmotivar. Cuando parece que el cuerpo ha llegado a su techo, es bueno una reflexión que motive un cambio en nuestro estilo de hacer deporte y que nos permita seguir evolucionando.
Es bueno conocer nuestros límites y convertir la pasión y el disfrute, en la práctica deportiva, en puro empeño. De esta forma al que le gusta salir a correr mejorará sus propios tiempos, al que le gusta el pádel incrementará los sets ganados… Es momento de disfrutar haciendo deporte y alcanzar los beneficios que esto tiene para nuestra salud, sin olvidar que ese disfrute lleva aparejado de nuevo algo de sufrimiento en la superación de nuestros propios objetivos. Superación que se convierte en ingrediente básico en la práctica deportiva.
Podemos obtener conclusiones muy interesantes observando algunos casos relacionados con la alta competición. Cuando un joven deportista empieza, en etapas en las que debe prevalecer la formación sobre la competición y la victoria, a obtener muchos éxitos, podría desmotivarse al no encontrar retos que superar. Ese podría haber sido el caso de un deportista como Luis Amado, que siendo joven ya había ganado lo que otro deportista podría tardar en conseguir toda su carrera deportiva. Sin embargo, su hambre de competir y de conseguir éxitos nunca le ha hecho bajar los brazos. El caso de Rafa Nadal podría ser similar, y sin embargo también sigue luchando como el primer día por conseguir victorias e irse superando día a día. Tan importante es el éxito como la gestión que se hace de él. Es una tarea difícil, aunque muy grata, del entrenador poner metas que permitan al deportista seguir en la competición, dándolo todo, todos los días de su vida deportiva.
El éxito y las victorias, sin duda, son elementos de incitación y motivación para los deportistas, pero no deben acabar por convertirse en una obsesión. Desde pequeños, algunos entrenadores, padres y clubes promueven con excesivo entusiasmo la obtención de resultados y los sitúan por encima incluso de las formación en etapas tempranas. En mi opinión, en edades tempranas, la formación es la prioridad y la competición es un elemento más. El deporte en esas edades debe ser una diversión y una forma de relacionarse. La ética deportiva y la educación deben primar por encima de cualquier otro objetivo. A menudo presenciamos verdaderos dramas en pabellones, campos de fútbol, pistas de atletismos…, donde vemos como a niños se les hace enfrentarse a resultados y marcas que no pueden obtener o superar, frustrando su ilusión por continuar con una necesaria práctica deportiva.
Un deportista no es solo el que compite. Un deportista también es el que cuando llega el sábado o el domingo, se levanta ilusionado por reunirse con otros compañeros para poder jugar, para salir a correr, para montar en bici…Esas personas, por otra parte felices, seguro que habrán recibido una educación deportiva correcta y realizarán el deporte por placer, salud y en definitiva para pasar un buen rato.
Según el periódico “El País” (en la edición del 5 de septiembre de 2000), un estudio a finales de los años “90” reveló que de los 20 millones de niños norteamericanos que participaban en actividades deportivas organizadas, 14 millones lo dejan antes de haber cumplido 13 años. La deserción masiva se debe a que el juego, concebido inicialmente como un entretenimiento compartido con otros amigos, se va convirtiendo con el paso de los años en una experiencia amarga por la presencia de padres y también de las muy elevadas exigencias de los entrenadores, cuyo objetivo es conseguir con muchas victorias el prestigio necesario para optar a un trabajo mejor reenumerado en los equipos de mayor categoría.
Es una realidad habitual en los deportes de equipo ver que los equipos de niños son dirigidos como si fueran adultos profesionales, con la victoria como objetivo que condiciona tanto la dirección de los partidos como el trabajo diario de los entrenamientos. Incluso anteponiendo el éxito del entrenador por encima del equipo y los niños. Resulta muy curioso oír a padres, madres, entrenadores la tipia frase al terminar un partido, “he ganado” en el lugar de “han ganado, o hemos ganado”. La otra opción es enseñar medir los espacios, a pasar, a tirar, a entender el juego y las reglas. No se trata de que no nos importe ganar, simplemente ganar no es la prioridad.
En mi opinión, además de todo lo que debemos hacer para formar técnica y tácticamente a nuestros jugadores, enseñar a competir debe ser otro objetivo prioritario. ¿Qué entiendo por enseñar a competir? El respeto es un valor indispensable. El equipo rival o el árbitro no son nuestros enemigos. Hay que seguir haciendo correcciones constantemente sobre los conceptos que has trabajado durante la semana y hay que marcar tres o cuatro ideas en las que focalizar la atención de los niños en cada partido. Cualquier actitud por nuestra parte se convierte, para ellos, en un referente. Ellos son esponjas y nosotros su espejo. Si el entrenador se pasa el partido protestando al árbitro o criticando destructivamente al niño más débil del equipo, provoca a su vez en los niños un estado de ansiedad y agresividad que ellos proyectan hacia los otros niños y hacia el árbitro. Hay que, por otra parte, aprender a competir contra uno mismo. Fomentaremos de esa forma el afán de superación. Tenemos que saber plantear a los niños retos individuales de mejora que provoquen la necesidad de esforzarse en la dirección que deseamos. También es conveniente no darles la solución que más rápido nos lleve a la victoria sino al crecimiento personal. Tenemos que ayudarles a que ganen en confianza y a que mejoren su autoestima. Superar una dificultad por sí mismos tras un esfuerzo físico o mental y ver la reacción positiva de los compañeros o recibir el refuerzo positivo del entrenador, ayuda más a un joven que los gritos de toda una temporada.
Por supuesto, es fundamental que demostremos que confiamos en todos y que de verdad creemos que todos los jugadores son importantes para el equipo, así hacérselo ver a todos, incluidos padres. Somos un equipo. En el sentido de que somos un grupo que, conociendo sus diferencias, trabaja unido por conseguir unos objetivos. Hay que fomentar la capacidad de asumir los errores de los demás, de aprender a que es necesario colaborar entre varios para alcanzar algo que nos satisfaga a todos. En un EQUIPO es tan importante el que mete el gol como el que ha realizado el último pase, como el que ha robado el balón en su actitud defensiva, como el delegado que nos prepara las fichas o como el entrenador.
Si conjuntamente formamos al deportista, tanto como jugador como persona, y le enseñamos a competir, estaremos también mejorando nuestras posibilidades de ganar partidos. Y sobre todo seguro que, por el camino, ellos conseguirán pequeñas victorias individuales e interiores, que son las que de verdad ayudan a la formación de nuestros pequeños jugadores-personas.
Es muy importante que reflexionemos cuando trabajemos en edades muy tempranas de formación, sobre qué valores estamos trasmitiendo.